Su Vida en el Campo de Concentración, 2ª parte.
Tras tres años de supervivencia en el campo, las botas le causaron una vejiga de sangre en el talón.
Su jefe de barraca le permitió descansar unos días, pero el dolor le impedía trabajar a pleno rendimiento y subir los 186 escalones, por lo que optó por ir a la enfermería, sabedor de que allí trabajaban 3 españoles.
Estando en la enfermería, fue convertido en cobaya humana en un experimento en el que durante un mes, estuvo aislado de todo y todos junto al resto de cobayas humanas en el barracón número 13, ingiriendo dos o tres veces al día una extraña papilla blanca cocinada con una especie de harina compuesta de huesos de animales triturados.
Sus cuerpos comenzaron a hincharse de forma alarmante, y cuando la deformación fue muy evidente, suspendieron la prueba y volvió a la rutina, pero gracias a los españoles de la enfermería, no volvió a la cantera, si no que se quedó allí como nuevo destino, donde trabajó los últimos dos años.
Los últimos meses en el campo, no salían a trabajar. Estaban encerrados en las barracas con las ventanas cerradas, o formados en la plaza para evitar que vieran los aviones aliados sobrevolando el campo.
Muchos kapos abandonaron el campo destino al frente ruso.
A pesar de estar encerrados en los barracones, por las rendijas, pudieron ver cómo no paraban de entrar camiones con cientos de personas, unas en dirección a la cámara de gas, y otras directamente al crematorio.
Temerosos de que la amenaza del túnel se hiciera realidad, hacían guardia por las noches dispuestos a hace frente a quién hiciera falta para evitar la masacre.
Un día, en uno de los convoyes de la muerte llegó un grupo de 7 mujeres españolas procedentes de Polonia, heridas en un bombardeo. Fueron ubicadas en la barraca 20, aisladas de todos, excepto los que trabajaban en la enfermería, por lo que pudieron curarlas, aprovisionarlas de comida aprovechando el descontrol reinante, y las ayudaron hasta la liberación final.
Poco a poco los presos comenzaron a quedarse solos en el campo. Un día, los hornos crematorios estallaron y tuvieron que apilar los cadáveres en la plaza.
Una noche, antes de su huida, los ss, una vez desechada la idea del exterminio masivo en el túnel, emprendieron una persecución de ciertos presos, testigos incómodos de sus crímenes. Uno de ellos era un profesor médico checo, del que Alfonso fue cómplice para esconderle de los ss, evitando así que le encontraran.
A la mañana siguiente, al levantarse vieron que no quedaban ss en el campo. Habían sido sustituidos por ancianos llevados de Viena.
Era el 5 de mayo de 1.945, y sobre las 9 o las 10 e la mañana, dos tanques americanos procedentes de la 11ª División Acorazada entraron por el arco que presidía Mauthausen.
La primera imagen que vieron fue la montaña de cadáveres en la plaza que, junto al desfile de hombres diezmados por años de sufrimiento les provocó un espanto inmenso.
Una vez liberado el campo, los presos estuvieron solos allí unos tres días organizando la liberación, donde los comités jugaron un papel fundamental.
Los españoles se reunieron de nuevo con los supervivientes españoles de Gusen.
Tras esos tres días, llegaron las fuerzas militares con comida y medicinas, haciéndose cargo de todo.
Los primeros en entrar fueron de nuevo los americanos, que fueron además quienes se hicieron cargo de los españoles.
Hicieron falta mucha sangre y muchos cuidados para que los supervivientes pudieran abandonar el campo, y comenzaron a degustar nuevos sabores con las comidas, bajo criterios médicos.
Alfonso se cambió de ropa, tirando su traje rayado, y se preparó para marcharse del campo cogiendo una toalla, algo de comida y lo necesario para afeitarse durante el viaje.
Se subió a un camión del ejército americano, y partió con destino a Francia.
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